Todos, de una forma u otra, nos
preocupamos por nuestros hijos: su alimentación, su salud, su desarrollo.
Últimamente suelo escuchar demasiado estas dos expresiones que encabezan el
texto (“ya andará, ya hablará”) y en mi trabajo las oigo todavía más a menudo.
Nos encontramos en un momento en el que la crianza natural, el respeto por los ritmos del niño, el movimiento libre…
invaden –y a veces incluso condicionan–
nuestra maternidad. En algunos casos, incluso, generan más dudas de las
que resuelven respecto a la evolución de los peques.
Sé que estoy entrando en terreno peligroso pero, efectivamente,
hay niños que no caminan nunca o que no hablan. Es la realidad, y no podemos
cerrar los ojos a ella. Es duro, es triste, y por supuesto nadie quiere
vivirlo.
Cuando nos referimos al
desarrollo de nuestros hijos, debemos encontrar un punto medio entre la
excesiva preocupación (y comparación) y la absoluta esperanza del “ya lo hará”.
Del mismo modo que existen percentiles para orientarnos en pesos, tallas… existen
tablas de desarrollo que no sirven únicamente para decorar consultas de
pediatría o salas de espera de Escuelas Infantiles. ¡Ojo!, que tampoco son “biblias” sobre cuándo un niño debe/no
debe hacer determinados hitos, y de no hacerlo convertirse en una dificultad
real. Pero pueden servirnos para saber temporalizar qué habilidades van a ir
aprendiendo y cómo potenciarlas.
En el texto sobre los signos de alarma hice hincapié en que la existencia de una pequeña dificultad no
presuponía un retraso o trastorno como tal, pero es importante valorar qué nos
está intentando decir respecto a la evolución de nuestros pequeños. El hecho de
que un niño no camine con 18 meses no significa que no vaya a caminar nunca o
que lo vaya a hacer en unos días/semanas. Un niño que a los 2 años no tiene un
vocabulario lo bastante amplio como para empezar a unir dos palabras puede que
hable con total normalidad cuando
entre al colegio o que arrastre un retraso en el desarrollo del lenguaje que
interfiera más tarde en su lectoescritura.
Cuando los niños tienen una
dificultad en su desarrollo, nadie tiene la seguridad de que sea un simple
hándicap en un área determinada que se solventará por sí solo en cuestión de
meses o si, por el contrario, será la causa de otras dificultades asociadas,
derivando en un retraso, o a lo peor en un trastorno.
Con todo esto, en ningún momento
se trata de forzar el desarrollo de ninguna etapa ni acelerar el paso a las
siguientes, sino de respetar sus ritmos teniendo en cuenta qué habilidades
despertar, cómo potenciarlas y dónde establecer ciertos límites entre la
preocupación y el descuido.
Son muchos los niños que llegan a
los servicios de Atención Temprana con un simple retraso en algún área del
desarrollo (o varias), pero también son muchos los colegios o pediatras que nos llaman alarmados por un peque que no ha llegado al servicio a tiempo y ahora las dificultades son más difíciles de apoyar. Cómo evolucionen dependerá tanto de ellos como de su
entorno más cercano, las oportunidades de aprendizaje que se le den y el tipo
de apoyo que se haga. Hoy en día existe una metodología más centrada en la
familia que interviene directamente en el entorno del niño (su casa, su parque,
sus abuelos…) y respeta al máximo sus rutinas, introduciendo pequeños cambios y
herramientas para solventar las pequeñas dificultades que haya en el
desarrollo, evitando que se afiancen.
Con esto solo pretendo
reivindicar y desmitificar un poco la figura de la Atención Temprana como tal. El
hecho de asistir o ser derivados a un centro de este tipo no presupone la
existencia de una discapacidad (algo desgraciadamente muy extendido) o un
trastorno. “A mi hijo no le pasa nada” es el lema que escuchamos diariamente,
hagamos que ese “nada” sea realmente un pequeño obstáculo a saltar juntos como
iguales. Y si ese obstáculo finalmente se convierte en una realidad diaria, que
sepamos agradecer el hecho de haber estado atentos al desarrollo de nuestros
hijos, porque la detección precoz es una labor de todos.